viernes, 22 de noviembre de 2013

Grigorij Yefiíovitch Rasputín


Grigorij Yefiíovitch Rasputín nació en Pokrovsekoe, Siberia (Rusia) en 1872, en el seno de una familia campesina. Se casó y tuvo tres hijos a los que abandonó para hacerse monje ortodoxo del

monasterio de Vekhoturye y más tarde ingresó en una secta conocida como Khlysty. Tras varios años de peregrinaje llega en el año 1903 a San Petesburgo. Precedido de una fama de hombre santo y profeta, consigue introducirse en el selecto círculo de nobles y aristócratas de la ciudad hasta que es aceptado y protegido por la familia real, ejerciendo una gran influencia en la zarina.

Rasputín es asesinado el 30 de diciembre de 1916 en Petrogrado por el príncipe Félix Yusupov y el gran duque Demetrio Romanov.

A los diecinueve años se casó con Proskovia Fiódorovna, de la que tuvo cuatro hijos, aunque tras un corto período de tiempo abandonó a su familia para viajar por Grecia y Jerusalén. Durante esta peregrinación Rasputín vivió de las donaciones de los campesinos que encontraba a su paso; se le consideraba un místico y se le atribuía el poder de curar enfermedades y predecir el futuro.

A su llegada a San Petersburgo, en 1903, Rasputín fue recibido como un hombre santo y en 1908 fue presentado a la esposa del Zar, Alejandra Fiódorovna, quien ya había oído hablar de sus supuestos poderes curativos. La zarina pensó que podría curar a su hijo Alexis Nikolaiévich, el heredero del trono ruso, que padecía hemofilia. Se especula con la posibilidad de que consiguiera aliviar su dolencia mediante hipnosis; en cualquier caso, la mejoría del heredero le granjeó la confianza de la zarina y también la de Nicolás II, fuertemente influido por la zarina.

Investido de un inmenso poder, Rasputín designó a muchos altos funcionarios del gobierno, aunque ninguno fue competente. A principios de la Primera Guerra Mundial, Rusia atravesaba un momento crítico. El zar Nicolás II asumió el mando del ejército y Rasputín se hizo con el control absoluto del gobierno. Su profunda influencia en la corte imperial escandalizaba a la opinión pública; además, su comportamiento le daba mala reputación y sus orgías eran bien conocidas por el pueblo, que lo designaba con el sobrenombre de El Monje Loco

En 1916 Rasputín impuso a su candidato, Stürmer, como presidente del Consejo. Este hecho no fue bien visto por varias personas allegadas al zar, aunque Nicolás II no le retiró su confianza. Al fin, el terceto formado por el príncipe Yussopov, el gran duque Dimitri y el diputado de derechas Purishkiévich consumó su asesinato, decidido en una conspiración palaciega.

Rasputín llegó a tener tanto poder dentro del palacio de los zares que prácticamente no había decisión que no pasase por su juicio. La aristocracia rusa no veía con buenos ojos la presencia de aquel hijo de campesinos analfabetos en asuntos gubernamentales. Sin embargo era tal la capacidad de convicción, y el terror que su firmeza ejercía sobre todo, que nada pudo detener su escalada dentro del poder del gobierno del zar Nicolás II.
Los biógrafos no dejan de pintarlo como un verdadero monstruo diabólico, capaz de ejercer una dictadura feroz, completamente despiadado y concentrado en romper la barrera de cuanto pecado capital hubiera.
Ya sea desde los banquetes espectaculares que terminaban en grandes orgías o desde la toma de decisiones de gobierno, todos sus actos eran revestidos de un halo místico que obturaba cualquier oposición. Su mirada penetrante, su estampa la de guerrero bravo, su rostro anguloso y su barba oscura, hacia imaginar una fuerza extraña detrás de aquel simple hombre.

Como dijimos antes: existían sectores de la aristocracia cuyo mayor deseo era la desaparición de Rasputín. Algunos lo habían intentado con tal suerte que muchos llegaron a pensar que aquel ser era inmortal.
Presentado como un hombre de Dios, en realidad su vida era de lo más libertina. Un "jlysty" convencido, es decir: alguien dispuesto a cometer los mayores pecados ya que, según su filosofía, el mayor placer de Dios es perdonar a los más grandes pecadores.
Hechas estas consideraciones, no nos tentaremos es verter sobre Rasputín ningún juicio de valor, si es que ya la presentación no ha caído en ello con tanto adjetivo.
Nos ocuparemos de narrar, según las declaraciones del protagonista principal de la jornada del 28 de diciembre de 1916, las últimas horas del aparentemente inmortal Rasputín.
El príncipe Yusupov y un grupo de hombres habían preparado lo que sería la trampa para cazar a la bestia. En el sótano del palacio de Yusupov se disponía la mismísima tentación para un hombre de las características de Rasputín. Narrar los por menores de todo lo que debieron planear aquellos hombres para al fin alcanzar su objetivo sería demasiado extenso. Así pues, imaginemos la escena anteúltima: el príncipe Yusupov y Rasputín sentados en aquel sótano lleno de manjares, con una decoración cuidada y con un hogar de leños crepitantes.
Los amigos del príncipe habían dispuesto todo al detalle y esperaban en el piso de arriba el desenlace ansiado. Rasputín había sido engañado, no se imaginaría nunca que aquella sería su noche final.
Tanto la bebida como los bocadillos tenían la cantidad de cianuro necesaria como para matar a un batallón. Raputín y Yusupov hablaron animadamente durante bastante tiempo. Rasputín comentando sus triunfos respecto a todos los intentos de asesinato que había sufrido; el príncipe, tratando de equilibrar sus nervios, pues él estaba justo en eso de atentar contra la vida de su interlocutor en aquel momento, y parecía que aquel hombre sospechaba sus intenciones.
El tiempo corría y el hombre de confianza de los zares no probaba bocado de los tentadores dulces espolvoreados con veneno, ni bebía nada de todo lo que Yusupov le ofrecía.
Cuando los nervios de Yusupov estaban por quebrarse, Rasputín aceptó una copa de vino de Crimea y comenzó a devorar los dulces mientras dialogaba en un ambiente más relajado.
Yusupov, no podía creer lo que estaba viendo, el hombre aquel había ingerido la cantidad de veneno suficiente como para voltear a un regimiento. Más tarde el invitado pidió beber Madera y se rehusó a que le cambien el vaso. El príncipe quiso persuadirlo que no era de buen bebedor mezclar bebidas, sin embargo Rasputín negó el cambio. De nada le sirvió, el Madera también estaba envenenado. Todo estaba pensado para que la presa no escapara del destino que Yusupov y sus hombres le habían trazado, según sus convicciones, por el bien del imperio.
Debilitado por el veneno, Rasputín ya parecía reconocer lo que estaba pasando. Yusupov tomó un arma y pidiendo al cielo fuerzas para terminar con la ejecución le disparó al corazón. Aquel terror humano caía sobre la alfombra de oso dispuesta junto al hogar. Al oír el estampido, los hombres de arriba, Purichkevich, el doctor Sukhotin y el gran conde Demetri Pavlovich, corrieron escaleras abajo. En el caos de la marcha chocaron con el príncipe que no salía de su desesperación y torpemente dejaron sin luz el sótano. Una vez restablecido el orden vieron al hombre y lo examinaron para corroborar su muerte. La bala le había atravesado el corazón. Ahora restaba la segunda fase del plan: deshacerse del cuerpo.

Subieron para ultimar los detalles del traslado hasta la isla Petrovski. Sin embargo había temor; no podían creer que habían cumplido con su objetivo y bajaron a ver si todo estaba bien. Yusupov se acercó al cuerpo y lo sacudió para verificar su estado.  En ese instante Rasputín se puso de pie: roja de sangre su blusa de seda, espuma en la boca y los ojos desorbitados de odio. El príncipe casi muere de terror. El cuerpo atiborrado de cianuro tenía una fuerza irracional y estaba trenzado en fiera lucha con su verdugo.
Yusupov logró escapar y llamar a Purichkevich para informarlo de que la bestia se resistía a morir. Mientras tanto, Rasputín, alcanzó una puerta secreta y logró salir a un patio interno. "Esa puerta debía estar cerrada", pero no fue así. Los perseguidores encontraron al "teóricamente" muerto en el patio y le dispararon hasta que cayó sobre un montículo de nieve. Eran cerca de las cinco de la madrugada de aquel 29 de diciembre de 1916 y Rasputín, ahora sí, había muerto. Aquellos hombres convencidos de que en aquel acto habían salvado a Rusia no podrían olvidar jamás lo sucedido entonces. Jamás podríamos saber la suerte de Rasputín de haber vivido apenas diez meses más para presenciar la revolución de octubre de 1917 que signaría el destino de aquélla región del planeta. Sí sabemos la suerte de Yusupov que debió huir de Rusia con su esposa Irina cuando estalló la revolución bolchevique. El príncipe se estableció en París, escribió algunos libros y realizó algunas inversiones que le permitieron vivir holgadamente. Con el fantasma de aquella noche dando vueltas para siempre en su memoria, Félix Yusupov murió en Francia en 1967. Tenía ochenta años y, aquel joven de 29 años que había dado muerte a uno de los más celebres y temidos personajes de la Rusia zarista, todavía recordaba cada detalle de lo que había ocurrido aquella noche de diciembre.

Rasputín durante su vida tuvo una inclinación mística poderosa y dejó de legado decenas de profecías.